Voy a contarles sobre mi papá, sobre lo que le gustaba, lo que hacía cuando la militancia no había copado todo el escenario.
Me resulta muy difícil reseñar su vida, porque siento que sólo tengo fragmentos deshilachados, recopilados allá y aquí, algunos relatos fosilizados por la repetición siempre igual.
Me siento más en condiciones de sentarme a escucharlos a ustedes, aquellos que conocieron a mi papá, antes que de ponerme a hablar sobre él. Pero bueno, de todas maneras, aquí voy.
Espero que estos pocos párrafos que siguen les muestren algo de esa persona que yo quiero tanto y que nunca llego a terminar de componer.

Mi papá nació en el 48: en diciembre pasado hubiera cumplido 58 años. Desde joven era bastante pelado, así que seguramente ahora apenas si tendría pelo; tal vez sería, aunque grandote y de espaldas anchas, bastante gordo (siempre le gustó con locura el pan, vicio que sigue vigente en mí).
Seguramente tendría que recortar, al afeitarse, alguna cana crecida entre sus cejas espesas. Sus ojos también habrían envejecido pero imagino que sin perder cierta franqueza confiada que muestran algunas fotos. Y su sonrisa seguiría siendo resplandeciente y buena, como la de su madre, la sonrisa que yo sí pude conocer.
El papá de mi papá era hijo de griegos y antiperonista. Trabajaba en Obras Sanitarias. Un tipo muy rígido que llegó a devolver una canasta de uvas para que no creyeran que él aceptaba coimas. Aunque se peleaban muy seguido, especialmente en cuanto a política, creo que mi papá heredó de él su tozudez para llevar las convicciones hasta las últimas consecuencias. De su mamá heredó su enorme sensibilidad hacia el dolor de los demás.
Le gustaba estudiar y se sacaba notas muy buenas pero me contó mi abuela que ella le hacía los mapas y los dibujos de anatomía y geometría. En eso parece que era medio vago.
También les huía a los arreglos hogareños, para rabia y desesperación de mi abuelo. Era más compinche de su mamá, que le daba todos los gustos, como luego ella me los dio a mí.
Hizo la secundaria en el San Román; el colegio le quedaba bastante cerca de su casa en Coghlan, a la que le dedicó una redacción cuando era chico. En la adolescencia, como a tantos, se le dio por escribir cuentos que se publicaron en la revista escolar.
Le gustaba el agua. Fue la primera palabra que dijo, contaba mi abuela que agitando las manitos, mientras se acercaban al río, en Córdoba. Después fue nadador. Más que velocidad, resistencia: aguantaba mucho contra la corriente, tanto que ganó varias copas, una en Brasil, a los dieciséis años.
“Todas las tardes, después de almorzar, se iba al centro, a Obras Sanitarias a nadar y hacer gimnasia”. “Y tenía todos sus cajones en perfecto orden y los abría despacito para no desordenar las lapiceras.” (¡Cómo me machacaron con eso cuando era chica!)
Llegó a tercer año de administración de empresas, en la UCA. Con un buen promedio y todo.
Trabajó como repartidor de empanadas (ad honorem), se proletarizó en una fábrica de cueros, y fue administrativo en una escuela del Estado, el cual, por cierto, le mandó un telegrama de despido justo unos días después de este dos de febrero que hoy recordamos.
Si hubiera salido de la cárcel, permítanme el cajeteo, yo creo que habría estudiado psicología, porque sus cartas muestran mucha profundidad para analizar sentimientos. Al menos estoy segura de que hubiera trabajado con personas y no con números.
Para terminar, quiero contarles algo sobre unas fotos que tengo de él. No tengo demasiadas, pero hay dos que me gustan especialmente. Una, por lo pintón, que me enorgulleció siempre, en la que está acodado en un mostrador, el pelo peinado con gomina hacia atrás, acota mi mamá que es en el roperito de la villa 31, con el padre Mugica.
La segunda se convirtió en mi preferida hace poco, cuando me di cuenta de un detalle que me conmovió. Estamos él y yo, que tenía un año, vestidos de rojo, de frente a la cámara. Aparentemente estoy caminando suelta pero si nos fijamos en el piso, se ve la sombra de su mano sujetando los tiradores de mi jardinero. No pude evitar leer este descubrimiento como un mensaje cifrado, para que me quede tranquila, que él sigue estando, respaldándome, aunque no lo vea, aunque no pueda componerlo, aunque lo sienta sombra o fragmento.

Leído en La Plata, 2 de febrero de 2007
imagen de Sabrina Lagostena (radio Spika que mi papá usó en la cárcel)